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Apología de Socrates (página 2)




Enviado por jean paul rodriguez



Partes: 1, 2

Y, de esto, os voy a presentar pruebas
importantes, no palabras, sino lo que vosotros estimáis,
hechos. Oíd lo que me ha sucedido, para que sepáis
que no cedería ante nada contra lo justo por temor a la
muerte, y al no ceder, al punto estaría dispuesto a morir.
Os voy a decir cosas vulgares y leguleyas, pero verdaderas. En
efecto, atenienses, yo no ejercí ninguna otra magistratura
en la ciudad, pero fui miembro del Consejo . Casualmente
ejercía la pritanía nuestra tribu, la
Antióquide, cuando vosotros decidisteis, injustamente,
como después todos reconocisteis, juzgar en un solo juicio
a los diez generales que no habían recogido a los
náufragos del combate naval . En aquella ocasión yo
solo entre los prítanes me enfrenté a vosotros para
que no se hiciera nada contra las leyes y voté en contra.
Y estando dispuestos los oradores a enjuiciarme y detenerme, y
animándoles vosotros a ello y dando gritos, creí
que debía afrontar el riesgo con la ley y la justicia
antes de, por temor a la cárcel o a la muerte, unirme a
vosotros que estabais decidiendo cosas injustas. Y esto, cuando
la ciudad aún tenía régimen.
democrático. Pero cuando vino la oligarquía, los
Treinta me hicieron llamar al Tolo, junto con otros cuatro, y me
ordenaron traer de Salamina a León el salaminio para darle
muerte; pues ellos ordenaban muchas cosas de este tipo
también -a otras personas, porque querían cargar de
culpas al mayor número posible. Sin embargo, yo
mostré también en esta ocasión, no con
palabras, sino con hechos, que a mí la muerte, si no
resulta un poco rudo decirlo, me importa un bledo, pero que, en
cambio, me preocupa absolutamente no realizar nada injusto e
impío. En efecto, aquel gobierno, aun siendo tan violento,
no me atemorizó como para llevar a cabo un acto injusto,
sino que, después de salir del Tolo, los otros cuatro
fueron a Salamina y trajeron a León, y yo salí y me
fui a casa. Y quizá habría perdido la vida por
esto, si el régimen no hubiera sido derribado
rápidamente. De esto, tendréis muchos
testigos.

¿Acaso creéis que yo
habría llegado a vivir tantos años, si me hubiera
ocupado de los asuntos públicos y, al ocuparme de ellos
como corresponde a un hombre honrado, hubiera prestado ayuda a
las cosas justas y considerado esto lo más importante,
como es debido? Está muy lejos de ser así. Ni
tampoco ningún otro hombre. En cuanto a mí, a lo
largo de toda mi vida, si alguna vez he realizado alguna
acción pública, me he mostrado de esta
condición, y también privadamente, sin transigir en
nada con nadie contra la justicia ni tampoco con ninguno de los
que, creando falsa imagen de mí, dicen que son
discípulos míos. Yo no he sido jamás maestro
de nadie. Si cuando yo estaba hablando y me ocupaba de mis cosas,
alguien, joven o viejo, deseaba escucharme, jamás se lo
impedí a nadie. Tampoco dialogo cuando recibo dinero y
dejo de dialogar si no lo recibo, antes bien me ofrezco, para que
me pregunten, tanto al rico como al pobre, y lo mismo si alguien
prefiere responder y escuchar mis preguntas. Si alguno de
éstos es luego un hombre honrado o no lo es, no
podría yo, en justicia, incurrir en culpa; a ninguno de
ellos les ofrecí nunca enseñanza alguna ni les
instruí. Y si alguien afirma que en alguna ocasión
aprendió u oyó de mí en privado algo que no
oyeran también todos los demás, sabed bien que no
dice la verdad.

¿Por qué, realmente, gustan
algunos de pasar largo tiempo a mi lado? Lo habéis
oído ya, atenienses; os he dicho toda la verdad. Porque
les gusta oírme examinar a los que creen ser sabios y no
lo son. En verdad, es agradable. Como digo, realizar este trabajo
me ha sido encomendado por el dios por medio de oráculos,
de sueños y de todos los demás medios con los que
alguna vez alguien, de condición divina, ordenó a
un hombre hacer algo. Esto, atenienses, es verdad y
fácil de comprobar. Ciertamente, si yo corrompo a unos
jóvenes ahora y a otros los he corrompido ya, algunos de
ellos, creo yo, al hacerse mayores, se darían cuenta de
que, cuando eran jóvenes, yo les aconsejé en alguna
ocasión algo malo, y sería necesario que subieran
ahora a la tribuna, me acusaran y se vengaran.

Si ellos no quieren, alguno de sus
familiares, padres, hermanos u otros parientes; si sus familiares
recibieron de mí algún daño, tendrían
que recordarlo ahora y vengarse. Por todas partes están
presentes aquí muchos de ellos a los que estoy viendo. En
primer lugar, este Critón , de mi misma edad y demo, padre
de Critobulo, también presente; después, Lisanias
de Esfeto, padre de Esquines, que está aquí; luego
Antifón de Cefisi a, padre de Epígenes;
además, están presentes otros cuyos hermanos han
estado en esta ocupación, Nicóstrato, el hijo de
Teozótides y hermano de Teódoto -Teódoto ha
muerto, así que no podría rogarle que no me
acusara-; Paralio, hijo de Demódoco, cuyo hermano era
Téages; Adimanto, hijo de Aristón, cuyo hermano es
Platón, que está aquí; Ayantodoro, cuyo
hermano, aquí presente, es Apolodoro. Puedo nombraros a
otros muchos, a alguno de los cuales Meleto debía haber
presentado especialmente como testigo en su discurso. Si se
olvidó entonces, que lo presente ahora. -yo se lo permito-
y que diga si dispone de alguno de éstos. Pero vais a
encontrar todo lo contrario, atenienses, todos están
dispuestos a ayudarme a mí, al que corrompe, al que hace
mal a sus familiares, como dicen Meleto y Ánito. Los
propios corrompidos tendrían quizá motivo para
ayudarme, pero los no corrompidos, hombres ya mayores, los
parientes de éstos no tienen otra razón para
ayudarme que la recta y la justa, a saber, que tienen conciencia
de que Meleto miente y de que yo digo la verdad.

Sea, pues, atenienses; poco más o
menos, son éstas y, quizá, otras semejantes las
cosas que podría alegar en mi defensa . Quizá
alguno de vosotros se irrite, acordándose de sí
mismo, si él, sometido a un juicio de menor importancia
que éste, rogó y suplicó a los jueces con
muchas lágrimas, trayendo a sus hijos para producir la
mayor compasión posible y, también, a muchos de sus
familiares y amigos , y, en cambio, yo no hago nada de eso,
aunque corro el máximo peligro, según parece. Tal
vez alguno, al pensar esto, se comporte más duramente
conmigo e, irritado por estas mismas palabras, dé su voto
con ira. Pues bien, si alguno de vosotros es así
-ciertamente yo no lo creo, pero si, no obstante, es así-,
me parece que le diría las palabras adecuadas, al decirle:
«También yo, amigo, tengo parientes. Y, en efecto,
me sucede lo mismo que dice Homero, tampoco yo he nacido de una
encina ni de una roca, sino de hombres, de manera que
también yo tengo parientes y por cierto, atenienses, tres
hijos, uno ya adolescente y dos niños.» Sin embargo,
no voy a hacer subir aquí a ninguno de ellos y suplicaros
que me absolváis. ¿Por qué no voy a hacer
nada de esto? No por arrogancia, atenienses, ni por desprecio a
vosotros. Si yo estoy confiado con respecto a la muerte o no lo
estoy, eso es otra cuestión. Pero en lo que toca a la
reputación, la mía, la vuestra y la de toda la
ciudad, no me parece bien, tanto por mi edad como por el renombre
que tengo, sea verdadero o falso, que yo haga nada de esto, pero
es opinión general que Sócrates se distingue de la
mayoría de los hombres. Si aquellos de vosotros que
parecen distinguirse por su sabiduría, valor u otra virtud
cualquiera se comportaran de este modo, sería vergonzoso.
A algunos que parecen tener algún valor los he visto
muchas veces comportarse así cuando son juzgados, haciendo
cosas increíbles porque creían que iban a soportar
algo terrible si eran condenados a muerte, como si ya fueran a
ser inmortales si vosotros no los condenarais. Me parece que
éstos llenan de vergüenza a la ciudad, de modo que un
extranjero podría suponer que los atenienses destacados en
mérito, a los que sus ciudadanos prefieren en la
elección de magistraturas y otros honores, ésos en
nada se distinguen de las mujeres.

Ciertamente, atenienses, ni vosotros, los
que destacáis en alguna cosa, debéis hacer esto,
ni, si lo hacemos nosotros, debéis permitirlo, sino dejar
bien claro que condenaréis al que introduce estas escenas
miserables y pone en ridículo a la ciudad, mucho
más que al que conserva la calma.

Aparte de la reputación, atenienses,
tampoco me parece justo suplicar a los jueces y quedar absuelto
por haber suplicado, sino que lo justo es informarlos y
persuadirlos. Pues no está sentado el juez para conceder
por favor lo justo, sino para juzgar; además, ha jurado
no. hacer favor a los que le parezca, sino juzgar con arreglo a
las leyes. Por tanto, es necesario que nosotros no os
acostumbremos a jurar en falso y que vosotros no os
acostumbréis, pues ni unos ni otros obraríamos
piadosamente. Por consiguiente, no estiméis, atenienses,
que yo debo hacer ante vosotros actos que considero que no son
buenos, justos ni piadosos, especialmente, por Zeus, al estar
acusado de impiedad por este Meleto. Pues, evidentemente, si os
convenciera y os forzara con mis súplicas, a pesar de que
habéis jurado, os estaría enseñando a no
creer que hay dioses y simplemente, al intentar defenderme, me
estaría acusando de que no creo en los dioses. Pero
está muy lejos de ser así; porque creo, atenienses,
como ninguno de mis acusadores; y dejo a vosotros y al dios que
juzguéis sobre mí del modo que vaya a ser mejor
para mí y para vosotros.

Al hecho de que no me irrite, atenienses,
ante lo sucedido, es decir, ante que me hayáis condenado,
contribuyen muchas cosas y, especialmente, que lo sucedido no ha
sido inesperado para mi, si bien me extraña mucho
más el número de votos resultante de una y otra
parte. En efecto, no creía que iba a ser por tan poco,
sino por mucho. La realidad es que, según parece, si
sólo treinta votos hubieran caído de la otra parte,
habría sido absuelto. En todo caso, según me
parece, incluso ahora he sido absuelto respecto a Meleto, y no
sólo absuelto, sino que es evidente para todos que, si no
hubieran comparecido Ánito y Licón para acusarme,
quedaría él condenado incluso a pagar mil dracmas
por no haber alcanzado la quinta parte de los votos.

Así pues, propone para mí
este hombre la pena de muerte. Bien, ¿y yo qué os
propondré a mi vez , atenienses? ¿Hay alguna duda
de que propondré lo que merezco? ¿Qué es eso
entonces? ¿Qué merezco sufrir o pagar porque en mi
vida no he tenido sosiego, y he abandonado las cosas de las que
la mayoría se preocupa: los negocios, la hacienda
familiar, los mandos militares, los discursos en la asamblea,
cualquier magistratura, las alianzas y luchas de partidos que se
producen en la ciudad, por considerar que en realidad soy
demasiado honrado como para conservar la vida si me encaminaba a
estas cosas? No iba donde no fuera de utilidad para vosotros o
para mí, sino que me dirigía a hacer el mayor bien
a cada uno en particular, según yo digo; iba allí,
intentando convencer a cada uno de vosotros de que no se
preocupara de ninguna de sus cosas antes de preocuparse de ser
él mismo lo mejor y lo más sensato posible, ni que
tampoco se preocupara de los asuntos de la ciudad antes que de la
ciudad misma y de las demás cosas según esta misma
idea. Por consiguiente, ¿qué merezco que me pase
por ser de este modo? Algo bueno, atenienses, si hay que proponer
en verdad según el merecimiento. Y, además, un bien
que sea adecuado para mí. Así, pues,
¿qué conviene a un hombre pobre, benefactor y que
necesita tener ocio para exhortaras a vosotros? No hay cosa que
le convenga más, atenienses, que el ser alimentado en el
Pritaneo con más razón que si alguno de vosotros en
las Olimpiadas ha alcanzado la victoria en las carreras de
caballos, de brigas o de cuadrigas. Pues éste os hace
parecer felices, y yo os hago felices, y éste en nada
necesita el alimento, y yo sí lo necesito. Así,
pues, si es preciso que yo proponga lo merecido con arreglo a lo
justo, propongo esto: la manutención en el
Pritaneo.

Quizá, al hablar así, os
parezca que estoy hablando lleno de arrogancia, como cuando antes
hablaba de lamentaciones y súplicas. No es así;
atenienses, sino más bien, de este otro modo. Yo estoy
persuadido de que no hago daño a ningún hombre
voluntariamente, pero no consigo convenceros a vosotros de ello,
porque hemos dialogado durante poco tiempo. Puesto que, si
tuvierais una ley, como la tienen otros hombres, que ordenara no
decidir sobre una pena de muerte en un solo día, sino en
muchos, os convenceríais. Pero, ahora, en poco tiempo no
es fácil liberarse de grandes calumnias. Persuadido, como
estoy, de que no hago daño a nadie, me hallo muy lejos de
hacerme daño a mí mismo, de decir contra mí
que soy merecedor de algún daño y de proponer para
mí algo semejante. ¿Por, qué temor iba a
hacerlo? ¿Acaso por el de no sufrir lo que ha propuesto
Meleto y que yo afirmo que no sé si es un bien o un mal?
¿Para evitar esto, debo elegir algo que sé con
certeza que es un mal y proponerlo para mí? ¿Tal
vez, la prisión? ¿Y por qué he de vivir yo
en la cárcel siendo esclavo de los magistrados que,
sucesivamente, ejerzan su cargo en ella, los Once?
¿Quizá, una multa y estar en prisión hasta
que la pague? Pero esto sería lo mismo que lo anterior,
pues no tengo dinero para pagar. ¿Entonces
propondría el destierro? Quizá vosotros
aceptaríais esto. ¿No tendría yo,
ciertamente, mucho amor a la vida, si fuera tan insensato como
para no poder reflexionar que vosotros, que sois conciudadanos
míos, no habéis sido capaces de soportar mis
conversaciones y razonamientos, sino que os han resultado lo
bastante pesados y molestos como para que ahora intentéis
libraros de ellos, y que acaso otros los soportarán
fácilmente? Está muy lejos de ser así,
atenienses. ¡Sería, en efecto, una hermosa vida para
un hombre de mi edad salir de mi ciudad y vivir yendo expulsado
de una ciudad a otra! Sé con certeza que, donde vaya, los
jóvenes escucharán mis palabras, como aquí.
Si los rechazo, ellos me expulsarán convenciendo a los
mayores. Si no los rechazo, me expulsarán sus padres y
familiares por causa de ellos.

Quizá diga alguno:
«¿Pero no serás capaz de vivir alejado de
nosotros en silencio y llevando una vida tranquila?»
Persuadir de esto a algunos de vosotros es lo más
difícil. En efecto, si digo que eso es desobedecer al dios
y que, por ello, es imposible llevar una vida tranquila, no me
creeréis pensando que hablo irónicamente. Si, por
otra parte, digo que el mayor bien para un hombre es precisamente
éste, tener conversaciones cada día acerca de la
virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis
oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a
otros, y si digo que una vida sin examen no tiene objeto vivirla
para el hombre, me creeréis aún menos. Sin embargo,
la verdad es así, como yo digo, atenienses, pero no es
fácil convenceros. Además, no estoy acostumbrado a
considerarme merecedor de ningún castigo. Ciertamente, si
tuviera dinero, propondría la cantidad que estuviera en
condiciones de pagar; el dinero no sería ningún
daño. Pero la verdad es que no lo tengo, a no ser que
quisierais aceptar lo que yo podría pagar. Quizá
podría pagaros una mina de plata . Propongo, por tanto,
esa cantidad. Ahí Platón, atenienses,
Critón, Critobulo y Apolodoro me piden que proponga
treinta minas y que ellos salen fiadores.

Así pues, propongo esa cantidad.
Éstos serán para vosotros fiadores dignos de
crédito.

Por no esperar un tiempo no largo,
atenienses, vais a tener la fama y la culpa, por parte de los que
quieren difamar a la ciudad, de haber matado a Sócrates,
un sabio. Pues afirmarán que soy sabio, aunque no lo soy,
los que quieren injuriaros. En efecto, si hubierais esperado un
poco de tiempo, esto habría sucedido por sí mismo.
Veis, sin duda, que mi edad está ya muy avanzada en el
curso de la vida y próxima a la muerte. No digo estas
palabras a todos vosotros, sino a los que me han condenado a
muerte. Pero también les digo a ellos lo siguiente.
Quizá creéis, atenienses, que yo he sido condenado
por faltarme las palabras adecuadas para haberos convencido, si
yo hubiera creído que era preciso hacer y decir todo, con
tal de evitar la condena. Está muy lejos de ser
así. Pues bien, he sido condenado por falta no ciertamente
de palabras, sino de osadía y desvergüenza , y por no
querer deciros lo que os habría sido más agradable
oír: lamentarme, llorar o hacer y decir otras muchas
cosas- indignas de mí, como digo, y que vosotros
tenéis costumbre de oír a otros. Pero ni antes
creí que era necesario hacer nada innoble por causa del
peligro, ni ahora me arrepiento de haberme defendido así,
sino que prefiero con mucho morir habiéndome defendido de
este modo, a vivir habiéndolo hecho de ese otro modo. En
efecto, ni ante la justicia ni en la guerra, ni yo ni
ningún otro deben maquinar cómo evitar la muerte a
cualquier precio. Pues también en los combates muchas
veces es evidente que se evitaría la muerte abandonando
las armas y volviéndose a suplicar a los perseguidores.
Hay muchos medios, en cada ocasión de peligro, de evitar
la muerte, si se tiene la osadía de hacer y decir
cualquier cosa. Pero no es difícil, atenienses, evitar la
muerte, es mucho más dificil evitar la maldad; en efecto,
corre más deprisa que la muerte. Ahora yo, como soy lento
y viejo, he sido alcanzado por la más lenta de las dos. En
cambio, mis acusadores, como son temibles y ágiles, han
sido alcanzados por la más rápida, la maldad. Ahora
yo voy a salir de aquí condenado a muerte por vosotros, y
éstos, condenados por la verdad, culpables de perversidad
e injusticia. Yo me atengo a mi estimación y éstos,
a la suya. Quizá era necesario que esto fuera así y
creo que está adecuadamente.

Deseo predeciros a vosotros, mis
condenadores, lo que va a seguir a esto. En efecto, estoy yo ya
en ese momento en el que los hombres tienen capacidad de
profetizar, cuando van ya a morir. Yo os aseguro, hombres que me
habéis condenado, que inmediatamente después de mi
muerte os va a venir un castigo mucho más duro, por Zeus,
que el de mi condena a muerte. En efecto, ahora habéis
hecho esto creyendo que os ibais a librar de dar cuenta de
vuestro modo de vida, pero, como digo, os va a salir muy al
contrario. Van a ser más los que os pidan cuentas,
ésos a los que yo ahora contenía sin que vosotros
lo percibierais. Serán más intransigentes por
cuanto son más jóvenes, y vosotros os
irritaréis más. Pues, si pensáis que matando
a la gente vais a impedir que se os reproche que no vivís
rectamente, no pensáis bien. Este medio de evitarlo ni es
muy eficaz, ni es honrado. El más honrado y el más
sencillo no es reprimir a los demás, sino prepararse para
ser lo mejor posible. Hechas estas predicciones a quienes me han
condenado les digo adiós.

Con los que habéis votado mi
absolución me gustaría conversar sobre este hecho
que acaba de suceder, mientras los magistrados están
ocupados y aún no voy adonde yo debo morir. Quedaos, pues,
conmigo, amigos, este tiempo, pues nada impide conversar entre
nosotros mientras sea posible. Como sois amigos, quiero haceros
ver qué significa, realmente, lo que me ha sucedido ahora.
En efecto, jueces pues llamándoos jueces os llamo
correctamente-, me ha sucedido algo extraño. La
advertencia habitual para mí, la del espíritu
divino, en todo el tiempo anterior era siempre muy frecuente,
oponiéndose aun a cosas muy pequeñas, si yo iba a
obrar de forma no recta. Ahora me ha sucedido lo que vosotros
veis, lo que se podría creer que es, y en opinión
general es, el mayor de los males. Pues bien, la señal del
dios no se me ha opuesto ni al salir de casa por la
mañana, ni cuando subí aquí al tribunal, ni
en ningún momento durante la defensa cuando iba a decir
algo. Sin embargo, en otras ocasiones me retenía, con
frecuencia, mientras hablaba. En cambio, ahora, en este asunto no
se me ha opuesto en ningún momento ante ningún acto
o palabra. ¿Cuál pienso que es la causa? Voy a
decíroslo. Es probable que esto que me ha sucedido sea un
bien, pero no es posible que lo comprendamos rectamente los que
creemos que la muerte es un mal. Ha habido para mí una
gran prueba de ello. En efecto, es imposible que la señal
habitual no se me hubiera opuesto, a no ser que me fuera a
ocurrir algo bueno.

Reflexionemos también que hay gran
esperanza de que esto sea un bien. La muerte es una de estas dos
cosas: o bien el que está muerto no es nada ni tiene
sensación de nada, o bien, según se dice, la muerte
es precisamente una transformación, un cambio de morada
para el alma de este lugar de aquí a otro lugar. Si es una
ausencia de sensación y un sueño, como cuando se
duerme sin soñar, la muerte sería una ganancia
maravillosa. Pues, si alguien, tomando la noche en la que ha
dormido de tal manera que no ha visto nada en sueños y
comparando con esta noche las demás noches y días
de su vida, tuviera que reflexionar y decir cuántos
días y noches ha vivido en su vida mejor y más
agradablemente que esta noche, creo que no ya un hombre
cualquiera, sino que incluso el Gran Rey encontraría
fácilmente contables estas noches comparándolas con
los otros días y noches. Si, en efecto, la
muerte es algo así, digo que es una ganancia, pues la
totalidad del tiempo no resulta ser más que una sola
noche. Si, por otra parte, la muerte es como emigrar de
aquí a otro lugar y es verdad, como se dice, que
allí están todos los que han muerto,
¿qué bien habría mayor que éste,
jueces? Pues si, llegado uno al Hades, libre ya de éstos
que dicen que son jueces, va a encontrar a los verdaderos jueces,
los que se dice que hacen justicia allí: Minos ,
Radamanto, Éaco y Triptólemo, y a cuantos
semidioses fueron justos en sus vidas, ¿sería acaso
malo el viaje? Además, ¿cuánto daría
alguno de vosotros por estar junto a Orfeo, Museo, Hesíodo
y Homero? Yo estoy dispuesto a morir muchas veces, si esto es
verdad, y sería un entretenimiento

maravilloso, sobre todo para mí,
cuando me encuentre allí con Palamedes, con Ayante, el
hijo de Telamón, y con algún otro de los antiguos
que haya muerto a causa de un juicio injusto, comparar mis
sufrimientos con los de ellos; esto no sería desagradable,
según creo. Y lo más importante, pasar el tiempo
examinando e investigando a los de allí, como ahora a los
de aquí, para ver quién de ellos es sabio, y
quién cree serlo y no lo es. ¿Cuánto se
daría, jueces, por examinar al que llevó a Troya
aquel gran ejército, o bien a Odiseo o a Sísifo o
á otros infinitos hombres y mujeres que se podrían
citar? Dialogar allí con ellos, estar en su
compañía y examinarlos sería el colmo de la
felicidad. En todo caso, los de allí no condenan a muerte
por esto. Por otras razones son los de allí más
felices que los de aquí, especialmente porque ya el resto
del tiempo son inmortales, si es verdad lo que se
dice.

Es preciso que también vosotros,
jueces, estéis llenos de esperanza con respecto a la
muerte y tengáis en el ánimo esta sola verdad, que
no existe mal alguno para el hombre bueno, ni cuando vive ni
después de muerto, y que los dioses no se desentienden de
sus dificultades. Tampoco lo que ahora me ha sucedido ha sido por
casualidad, sino que tengo la evidencia de que ya era mejor para
mí morir y librarme de trabajos. Por esta razón, en
ningún momento la señal divina me ha detenido y,
por eso, no me irrito mucho con los que me han condenado ni con
los acusadores. No obstante, ellos no me condenaron ni acusaron
con esta idea, sino creyendo que me hacían daño. Es
justo que se les haga este reproche. Sin embargo, les pido una
sola cosa. Cuando mis hijos sean mayores, atenienses, castigadlos
causándoles las mismas molestias que yo a vosotros, si os
parece que se preocupan del dinero o de otra cosa cualquiera
antes que de la virtud, y si creen que son algo sin serlo,
reprochadles, como yo a vosotros, que no se preocupan de lo que
es necesario y que creen ser algo sin ser dignos de nada. Si
hacéis esto, mis hijos y yo habremos recibido un justo
pago de vosotros. Pero es ya hora de marcharnos, yo a morir y
vosotros a vivir. Quién de nosotros se dirige a una
situación mejor es algo oculto para todos, excepto para el
dios.

 

 

Autor:

Jean Paul Rodriguez

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